Todavía estaba la ventana teñida de ese olor a sueño profundo que me capa el pensamiento. Hoy te he extrañado tanto.

No vengas hoy porque me he escondido.
Estoy empezando a callar y mis labios han decidido no dejarme sola en este extraño viaje.
Ayer fue un día duro conmigo misma, al final fue como sentarse a observar tras un cristal.
Dediqué el día a escuchar y he descubierto lo tristes, lo fantásticos y lo ambiguos que podemos llegar a ser. Pobre y grato ser humano, he sentido tanta pena, he pasado tanto miedo y, a la par, he disfrutado tanto y tanto.
Hoy doblo pedazos de mi propio silencio y hago un nudo de sensaciones. A veces corremos tanto que no nos paramos a observar lo que decimos. Benditas sean estas interrupciones de voz obligadas.
Hay días en los que miro a lo lejos y me descubro pensando que habito tras unas hojas y, revuelco cada noche mis parpados sobre el incipiente rocío…
Hay noches en las que caigo a tu lado y elevo las piernas, como quien alza una perfecta sonata, poseyéndote por completo, sólo eso me sana…
Estoy enferma, enferma de encontradas sensaciones. No hay antibióticos ni cura posible.
Cuando una madura y cae del árbol se le va pudriendo poco a poco el aire que le rodea y sólo un inesperado y grácil beso, de los que no traen cuentos, es capaz de sanarla de todo mal.
Voy a seguir escondida.
No busques más que sencillez: así le he llamado al camino que a mí te traiga; porque me dará mucha pena aquel que cuente cada piedrecilla y cada curva hasta mí.
Déjame, déjame sola si ves que mi silencio puede turbarte.
Desnuda se sentía igual que un pez en el agua,
vestirla era peor que amortajarla;
inocente y perversa como un mundo sin dioses,
alegre y repartida como el pan de los pobres.
Joaquín Sabina (Amores eternos)
Dicen que los grijos húmedos
a mis labios menores envidian,
sobre el río que no revuelca aguas de mar
salvo cuando la luna cambia de fase,
salvo cuando mi sonrisa brillante
acomete cada poro de mis necesidades.
Dicen que al girar la esquina de una promesa
se cayeron los temblores
los ropajes insípidos volaron
y sobre unas pupilas de satén negro
es posible robar de mis manos...
quizás una lasciva caricia.
Yo sé que ver y oír a un triste enfada,
cuando se viene y va de la alegría
como un mar meridiano a una bahía
esquiva, cejijunta y desolada.
Miguel Hernández
Hace ya mil setecientos cuarenta y tres besos que no te veo. Según los doy, flagelo el carboncillo de la ausencia y arremeto, otro más, en esa mochila en la que convertí tu esencia.
No es cierto que haya refugios, no lo creas. Se incumple siempre la promesa del no volverte a ver.
Al más mínimo descuido, algún matiz del sándalo suave de tu aroma acompaña a un extraño que se cruza casual conmigo. Entonces vuelves y el amasijo de ladrillos que escaloné; grita como una queja insostenible al ver que las grietas se abren como los corchetes de una lasciva camisola.
En los besos, como en las ingratas tardes
me he tumbado a merecerte.
He oído que venden por medias libras la pura inocencia, voy a buscarla. Me equivoqué conmigo.
Me herí, tan profundo que la mella, como injerto, aún me lastima en las noches extrañas.
Tú sabes de qué te hablo.
Hoy tengo entreabiertas las costuras y se asoma, aún risueña y fresca, la última de tus caricias por ella.
Se acabó.
He cogido a la indecencia por los pelos y la he arrastrado. Ahora ya, diga lo que diga, aunque de noctámbulos placeres se trate, me la traerá absolutamente floja.
Le he dado un par de cafés mañaneros y la he mandado con su tórrida madre, esa que le enseño a conjugar subjuntivos empalmes, sin tener en cuenta que, a la fuerza, los años nos ponen el suelo mas lejos y los riñones son una realidad palpable.
Me pregunto si alguna vez notó que el aire tibio olía a todos los matices que juró tantas veces comprender, o si la treta de calzarme en un descuido fue su única meta.
Me levanto de puntillas con el virginal cuidado de no desvelar su sueño, sin prender la luz poniente de la mesilla, porque se le empapan las legañas y, a mi, se me olvidan las verdades.
Hubo un tiempo que mi horizonte apuntaba versos en la mas descuidada pared, por si pasaba y los leía, por si soñaba apretarme el pecho y exudar inguinales mordiscos pletóricos de deseo. Hubo un tembloroso tiempo.
Pero se acabó.
Aunque proteste, la indecencia, sobre el almohadón de los roces vespertinos y, el golpeteo de la lluvia en el tejado se me antoje pasional como un gemido. Aunque tras mi espalda sienta el duro roce de su amante compás: voy a volverme decente y seca flor para poder taponar la herida, aunque vuelva su silbido al poyete de mi ventana con su idílico trino.
He tendido mi corazón en la esquina de tu repisa.
Te lo susurraba anoche mientras te desnudabas y hacías como si yo no te estuviese mirando.
Esto acabará conmigo. No estoy acostumbrada a contemplar la extrema belleza, no. No tiene mi pupila la costumbre de azorarse y caer enferma sólo porque se deslice tu ropa y se me muestre tu piel. Encima, siempre, es perfecto el contraste que baña la tenue luz y el perfil de tu torso, siempre. Cae la ropa y tu espalda me irrita hasta las huellas de los dedos.
Cobro la vida justa.
Un golpeteo irreverente me inunda las caderas y se me va el corazón tras el cuerpo con esa inusitada fuerza que llaman deseo. Me contengo, créeme.
Deberías saber que cierro los ojos en tu ausencia porque no hay vacío. Estas tú. Meto bajo las piernas mis manos para no perderme contra mí, para guardarte, dentro de lo que puedo, la fidelidad absoluta de mis caricias. Pero me nace
Hoy cumplo la promesa que te hice cuando juré describirte cómo te deseaba.
La otra, la promesa de decirte por qué te quiero, no puedo cumplirla, cuando pueda quizás sea que ya no lo hago.
Me hubiese gustado verle desnudo por última vez.
Quedarme hermosa y quieta junto al pie de la cama y sólo dedicar la mirada a tomarle.
Sacarme las malezas de la garganta me cansa ya.
Es así como me vengo a su desnuda puerta, a su desnuda cadera, a su desnuda plegaria de ternura aún despierta.
Morder despacio la carne que se refugia bajo el pelo, apartar el vicio que se esconde bajo las uñas aún latentes, allí en la ladera de las nalgas, en el quicio del conocido resto que me empapa y, mostrar la transparente lentitud que me ahogaba el rostro sobre su almohada.
Me hubiese gustado verle desnudo por última vez.
Relatarle la libidinosa esencia que guardé entre unos cuantos puntos y comas silentes.
Dejar las alas plegadas ante su paso nunca fue mi sueño. Siempre provocaba el celo más afónico en mis entrañas y me enseñé a convertir el cuadro más absurdo en imagen única y espléndida para tomarle sin pretexto.
Escapó por la ventana, o eso dice. Porque aún no se ha ido, sólo convierte en rutina cada paso, porque ahora se calza ambos pies y sueña embaldosados pisos. Se ciega de hipotecas y premuras pero, ahí, ahí debajo, tras su piel, de vez en cuando se aparece y me hace recordar la última vez que se dejo ver desnudo.
Me hubiese gustado verle desnudo por última vez.
Porque se me olvidó susurrarle que me pertenece así, se me olvidó decirle que me sobra el resto, se me olvidó y ahora sólo espero que un ciego golpe de besos le despierte.